lunes, 30 de noviembre de 2009

Frío.



Amor mío: qué frío se hace el día sin tus besos.
Qué fríos mis dedos, a falta de enredarlos en los tuyos.
Qué helado mi corazón, que late por ti, y por ti sigue latiendo.
Qué noche de escarcha en mi cama, a la fría luz de las estrellas.
Y mientras te espero, sentada en el alféizar, cara a la luna,
siento que, como Alicia, con sólo atravesar el espejo,
esa fina capa de hielo que nos separa,
estaré entre tus brazos helados, para siempre.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Bacardi con limón


Lo mío, ya lo saben mis Lectores Constantes, es el vodka con naranja. Pero ¿que tomo cuando no hay un destornillador a la vista? Bueno, pues casi siempre opto por el ron con limón, y me imagino que estoy en una playa del Caribe, y que mi bebida tiene una sombrillita.
El sábado estaba yo invitada a una cena de esas a las que una se compromete mucho tiempo antes, y a pesar de mi enfermedad me decidí a ir, (acompañada de una nutrida delegación de virus de la gripe, que no me han dejado ni a sol ni a sombra desde hace unos días), por varios motivos, entre ellos que me estaba apolillando de estar encerrada en casa, y, por otra parte, le había prometido a mi hermano que le acompañaría. Así que me abrigué bien abrigadita, porque el evento se desarrollaba un poco más al Norte de donde habitualmente vivo, con bufanda y todo, aunque debajo del abrigo me había puesto mis leggins negros, una túnica con un aire folk de esas que se llevan tanto, que parecen un vestido, y mis botas favoritas, mis botas verdes de media caña, que no combinaban con el bolso, pero qué se le va a hacer...
Lo peor era la ronquera. Me había tomado una dosis de Iniston que, por alguna razón que seguro que explicaba el prospecto adjunto, que no me había leído, me había dejado afónica un día antes. Lo había solucionado, más o menos, gracias al farmaceútico, que me había dado unas pastillas que se deshacían en la boca y me permitían hablar, o por lo menos articular sonidos semi-inteligibles bastante parecidos al croar de una rana. Pero eso, claro, no iba a detenerme, ni tampoco a impedirme que hablara (o lo intentara) en la fiesta. Vamos, es que yo no me callo ni debajo del agua, lo digo sin acritú...
Bueno, pues allí estaba yo, en tierra extranjera rodeada de extraños o casi, porque a la mayoría de la gente no la había visto en mi vida, y a los que había visto los conocía poco o casi nada, pero eso tampoco iba a detenerme, soy una criatura social por naturaleza. Me gustan los desconocidos. Así que busqué mi sitio en las mesas, después de ponerme a disposición de los organizadores con mi voz aguardentosa, y me senté un momento. Hacía unos minutos que me había tomado el medicamento para la gripe, y me sentía un poco mareada. El murmullo de las conversaciones se había elevado hasta el límite de lo insoportable cuando se tiene la cabeza llena de algodón en rama, y de repente ya no me apetecía tanto estar allí. Pero como soy bastante razonable, (a veces, sólo a veces), me imaginé que se me pasaría. Lo que no me imaginaba era que una de las pocas personas a las que conocía en aquel salón iba a sentarse frente a mí en aquel preciso momento. No sé si, instintivamente, supo que estaba en un momento bajo o qué, pero de repente me encontré con la mirada de sus ojos azules clavada en los míos, mientras me preguntaba por mi salud y entablaba una conversación que enseguida tomó el sesgo peligroso de un interrogatorio tipo Stasi sobre mi vida y el estado de mi corazón. Que no sé que me pasa de un tiempo a esta parte, que he pasado de no vender una escoba a encontrar un amor en cada puerto...
Como siempre me pasa cuando me ruborizo, me encontré con que estaba furiosa, furiosa conmigo misma porque, encima, estaba tartamudeando y contestando a sus preguntas, todo en uno. Y no podía echarle la culpa al alcohol, porque aún no había bebido nada, así que debieron ser las drogas: el paracetamol podría tener en mí los efectos de un suero de la verdad, si a eso vamos.
Gracias a alguna divinidad indulgente, no estábamos sentados a la misma mesa durante la cena, por lo que tuve tiempo de recomponer mis maltrechas defensas. Mientras tomaba el entrante, hice cálculos mentales sobre lo que diría para arreglar todo lo que había confesado. El plato principal volvió a la cocina prácticamente sin tocar, (no soporto la vista de la sangre... en la comida, y al cortar el filete estuve a punto de gritar pidiendo un botiquín o una simple tirita), así que me concentré en el postre, un hermoso, frío y poco apropiado, tanto para las fechas en las que estamos como para un organismo en el que se ha cebado la gripe, helado de chocolate. Pero lo que de verdad me devolvió a mi estado natural fue el Bacardi con limón que bebo a falta de otra cosa, como os contaba al principio.
Así que, cuando me levanté para participar en el bullicio de la fiesta, ya era otra vez yo misma, con mi sonrisa pintada en la cara, mis nervios templados, sujetando el vaso de ron con limón como si fuera un apéndice de mi mano. Entonces, cuando él volvió a la carga, no hubo dudas ni tartamudeos. Simplemente conversamos como dos duelistas que manejan el florete con la misma maestría y nunca se llegan a tocar. Sólo al despedirnos, cuando se alejaba hacia su coche, él se volvió y me lanzó la última flecha: 'Nos vemos el domingo'. Y tuve que reconocerle el 'touché'.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Pleamar



La habitación está en penumbra, y llena de susurros. Pero el calor no está en la habitación, sino dentro de mí, como si tuviera una hoguera en el pecho y las brasas se hubieran repartido por mis miembros, hasta alcanzar las puntas de los dedos de manos y pies. Y duele. Duele toser, duele el roce del camisón contra la piel; el peso del edredón de plumas es como una losa ardiente, y la almohada parece empeñada en mantener una lucha constante contra mi cuello y mi nuca, cambiando de forma para no permitirme descansar...

El agua fresca, en un vaso sobre la mesita, se me figura estar a mil kilómetros de distancia, por supuesto que no tengo fuerzas para levantar la mano y alargar el brazo hasta allí, tendría que haber sido el tipo ese de los Cuatro Fantásticos para poder hacerlo. Pero lo intento. Y a la vez que lo intento, mis ojos están empeñados en no dejarme enfocar los objetos más cercanos. Se me plantea la disyuntiva de coger el vaso casi a ciegas o perder parte de mis energías alcanzando las gafas, porque, por supuesto, no tengo puestas las lentillas. Así que mi mundo está borroso e indistinto, una habitación como una nebulosa.
El Espacio, la última frontera... Bravo por la tripulación del Enterprise...
He debido quedarme dormida mientras reflexionaba sobre esto, porque cuando vuelvo a abrir los ojos está oscuro y alguien ha encendido la lámpara sobre la mesita de noche. El vaso ha desaparecido, y ya no siento tanta sed, ni tanto calor, como si la fiebre hubiera obedecido una ley inversa a la de la marea y, en vez de elevarse con la noche, hubiera descendido, como la bajamar...

Seguramente gracias a la acción de los medicamentos, también mi capacidad olfativa se ha agudizado, y el perfume dulzón del Vicks VapoRub enturbia todos los demás olores a mi alrededor, pero no lo suficiente como para no percibir esa mezcla de madera y almizcle que casi llevo impresa en mi propia piel. El estrecho círculo de luz de la lámpara de noche alcanza a tocar la butaca del rincón, donde suele terminar mi ropa cada noche, cubriendo la cabeza del peluche, un mapache de peluche enorme que suele ser el testigo involuntario de mis cotidianos strepteases, pero esta vez no puedo distinguir la mancha amarilla y negra en la que mi miopía convierte su graciosa figura. No. Hay alguien allí sentado, y no necesito mis gafas para saber que es él.
Siento, de repente, un gran cansancio, y acaricio la idea de gritar para que venga mi madre y le ponga de patitas en la calle, mientras otra parte de mí ya sabe que, cuando abra la boca, será para decir 'mira lo que ha traído el gato', mientras intento fingir indiferencia... Cuando esto ocurre, apenas reconozco el graznido en el que se ha convertido mi voz. Él se levanta, casi con precipitación, y es como si un tornado se abriera paso por mi cuarto: el mapache de peluche, (o mejor, la mancha amarilla con topos negros) sale disparado hasta chocar contra el armario, mientras la mesilla se tambalea y me alegro que el vaso de agua ya no esté allí, para no añadir una inundación al previsible desastre que ocurrirá tarde o temprano, mientras él recorre los escasos dos metros que le separan de mi cama. Pero, increíblemente, el desastre no se produce.
Me acabo de dar cuenta de que tendré un aspecto bastante horrible, pero qué más dá. Ya me he abandonado al Destino, no voy a escucharle, no pienso darle ni una oportunidad más... Pero cuando su peso convierte en una pendiente el borde de mi cama, ya no estoy tan segura de nada. Y cuando se inclina sobre mí, el rostro tan pálido, sus ojos grises fijos en los míos, los finos labios apretados, la pura imagen de la seriedad, mi corazón está a punto de estallar, no sé si de tristeza o de alegría. Y cuando sujeta mi mano en la suya, y me besa en la muñeca, sé que no hay nada que hacer, que estoy maldita, que pase lo que pase nunca podré alejarle de mí...