lunes, 28 de diciembre de 2009

Niebla y sal

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».
(Pablo Neruda. Poema 20)



Puedo escribirte versos azules esta noche,
con las estrellas que tiritan hasta el alba.
Puedo escribir con vaho tu nombre en los cristales,
y borrarlo después con la sal de mis lágrimas.
Yo puedo, yo quiero, pero, ¿y tú? ¿No me quieres?
¿Que importa que la noche esté empapada en plata,
que la ventana sea escaparate de niebla,
que la lluvia golpee en el cristal con fuerza?
Eres tú el que golpea en mi alma, Morgil, mi estrella,
mi oscuridad, consuelo, luz de mi herida abierta.
Eres tú. Sólo tú: Mi noche clara.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Navidad



Ahora, a toro pasado, reconozco que la Navidad tampoco está tan mal, pero sigue sin gustarme. Me imagino que, si estuviera aquí mi sobrina, sería distinto: regañaríamos por dónde colocar las ovejas en el belén, me pasaría el rato devolviendo las bolas de colorines a las ramas más bajas del abeto, y en la tele no faltaría nunca Barbie en un cuento de Navidad ni Epi y Blas...

La Navidad, aparte de las devociones, es una fiesta para niños. Los que, como yo, no parece que vayamos a dejar huella genética en este ancho mundo, me comprenderán cuando me lean: Navidad sin niños es como una maceta sin flores, que decía la copla. Una vez que has crecido lo suficiente para perder ese toque mágico que te hace oír los pasos de los Reyes Magos en el pasillo de casa, la madrugada del 6 de enero, estas fiestas no vuelven a ser lo mismo. Puedes estar silbando villancicos mientras arreglas, muy artísticamente, un centro de mesa con velas y acebo, pero el verdadero espíritu de la Navidad reside en el espumillón, el belén de plástico con un río de papel de plata, y una bandeja sobre la mesa con turrón de chocolate y nada light a la vista.

Así y todo, me esfuerzo en mantener un espíritu festivo en esta Navidad solitaria, y enciendo velas y luces brillantes, y me visto con mis mejores galas para recibir al Niño que nace, como cada año, en un establo y en el corazón de los que creen en Él...



lunes, 21 de diciembre de 2009

Sola


Absurdamente, mi corazón quiere descanso,

sin saber que descansar es morir.

No tengo fuerzas para entregar mi alma,
ni ganas de volver la espalda al pasado;
no quiero, ni puedo, pensar en enamorarme.
Sólo se que termino hiriendo al otro,
que no hay excusas ni advertencias que valgan.
Que quemo y que consumo, como si fuera fuego,
como el fuego que soy, que ningún hielo lo apaga.
No puedo, no quiero, no jugaré de nuevo:
algún día recordarás y me darás las gracias...

domingo, 6 de diciembre de 2009

Domingo en la niebla


Efectivamente, tenía que ser hoy: un domingo cualquiera, pero menos; porque mañana es fiesta y, aparte de por las devociones, tiene vocación de sábado. Un domingo sin sol, envuelto en las brumas de una niebla que es producto del sol de ayer y la humedad de la noche.
Y aquí estaba yo, disfrazada de Cenicienta, pero en la Cenicienta que era antes de calzar el zapato de cristal: afanada frente a la chimenea, limpiando los restos del día anterior, con un delantal rojo y un pañuelo cubriendo mis cabellos. Como suele ocurrir en la vida real, ni yo cantaba mientras trabajaba, ni ninguno de mis gatos me estaba echando ni siquiera una garra. Esperaban, tumbados en la alfombra, a que el fuego volviera a lucir para sentarse enfrente, en una suerte de adoración que repiten cada día, como un ritual pagano. Y ha sido entonces cuando ha sonado el timbre de la puerta, y, con un repentino presentimiento, he sabido que era él, y que el domingo al que se había referido en nuestro último encuentro era éste.
Mientras voy hacia la puerta de la calle, el jardín, tomado por la niebla, me parece un lugar extraño e indistinto. Los álamos recogen en sus desnudas ramas los jirones blancos, como en una película de terror de bajo presupuesto, y el agua de la piscina parece blanquecina, manchada, turbia, con el reflejo de esta luz lechosa que se filtra entre las nubes bajas. La manija de la puerta está perlada por gotas de humedad que me mojan la mano y hacen que se me resbale, con lo que la tarea de abrir se convierte en un juego de paciencia entre la puerta y yo. Por fin nos encontramos, cara a cara, él envuelto en un abrigo demasiado pesado para este clima; yo, a cuerpo, con el delantal aún puesto y la cabeza cubierta. Repentinamente, antes de que ninguno pueda decir nada, él levanta la mano y sus dedos me acarician la mejilla. Al retirarlos, me muestra el índice y el medio manchados de ceniza, mientras se ríe, con una risa franca y dulce que me hace sonreír.
En el salón, ahora vacío, porque los gatos han intuido la presencia de un extraño y han desaparecido en dirección a alguna cama, el fuego recién encendido crepita alegremente en la chimenea. A la escasa luz que entra por las ventanas parece un lugar íntimo, una isla de quietud y de calor rodeada de blanca frialdad. Sin embargo, a pesar de esa invitación tácita que parecen ofrecer los sofás, él me pregunta si no me apetece dar una vuelta, mientras haya luz, porque el atardecer parece estar ahí, acechante, a la vuelta de la esquina, y eso que sólo son las cinco de la tarde.
A regañadientes, acepto salir de mi santuario cálido para enfrentar la niebla y quién sabe qué revelaciones, pero antes me cambio para salir y me lavo la cara. Mientras me miro en el espejo siento ganas de sacar la lengua a mi imagen. Otra vez dejándome llevar... ¿adonde irá este camino, en el que convergen senderos y cursos?
Caminamos. La humedad se me posa en el pelo, en la cara, en las manos, que se van quedando frías, mientras comentamos sucesos triviales; la niebla convierte la calle en un pasadizo que nos dirige directamente hacia el campo. Las casas, a un lado y otro, parecen trazadas con carboncillo en un lienzo vivo, y los sonidos parecen ahogarse, difuminarse...
Al fin, casi cuando estoy pensando en pedirle que demos la vuelta, porque cada vez hay menos luz, una arboleda de encinas nos ofrece un refugio inesperado. En mitad del círculo de árboles hay una gran piedra plana, y, sobre nuestras cabezas, las ramas cubiertas de hojas perennes forman un techo que nos aísla, por un momento, del frío y humedo ambiente.
Inconscientemente, me froto las manos y él vuelve a reirse como al principio y las toma entre las suyas, que están calientes y secas, y, durante un instante largo como un siglo, permanecemos así, quietos, sin mirarnos, casi sin respirar. Yo sé que va a besarme, lo percibo, y cuando sus labios tocan los míos, también helados, siento como un choque eléctrico. Qué fácil es abandonarse a esa dulzura, qué fácil es entreabrir la boca, permitir que el beso se convierta en algo profundo, dejarse llevar hasta quedar estrechada entre sus brazos, apoyada en su pecho, oyendo los latidos extraños de su corazón...
Qué fácil es dejarse amar...