La noche invernal se había cerrado sobre la posada, cercada por la nieve, y los pocos huéspedes que albergaba se agruparon alrededor del hermoso fuego que el posadero mantenía en la chimenea, después de la cena. Hubo unos minutos de incómodo silencio, en el que, sobre el crepitar de las llamas, se sobrepuso el lejano aullido de los lobos, que hizo estremecer los ánimos de la mayoría de los presentes. Tan sólo un joven, que permanecía un tanto apartado de los demás, pareció mantener el humor y levantó la voz para pedir que se sirvieran unas bebidas.
- Esto parece un velatorio de aldea, - dijo al posadero que le servía un vaso de licor, y éste se echó a reír.
- Joven, parece usted un hombre de mundo, quizás quiera espantar los temores de estos pobres campesinos con alguna historia que haya aprendido en sus viajes...
Si creía que con aquella burla velada iba a provocar un sentimiento de vergüenza en el otro hombre, se equivocaba: el viajero sonrió de forma torcida, se arrellanó en la butaca y sin mirar a nadie en particular comenzó su relato.
- Pues verán, hubo una vez, en un país muy lejano, un pobre campesino que tenía tres hijos. Los dos mayores eran buenos trabajadores, personas decentes y honradas. En cambio, el más pequeño era un truhán, bueno para nada, que daba mil dolores de cabeza a su padre con su comportamiento.
Un día, el campesino, que trabajaba abriendo un pozo en un campo ajeno, descubrió un tesoro enterrado en el suelo. Sin decir nada a nadie, ni siquiera a sus hijos, vendió todo lo que tenía y compró aquel campo a su vecino. Como era un hombre prudente, mantuvo el tesoro escondido durante mucho tiempo, esperando dar a sus hijos un beneficio que de otra forma no hubiera podido. En fin, que fue pasando el tiempo y un día, repentinamente, el campesino se sintió muy enfermo, tanto que no duró una semana. En su lecho de muerte, llamó a los hijos y les comunicó el paradero del tesoro, exhortándoles para que no fuera causa de rencillas entre ellos, sino una auténtica bendición que les aportara felicidad una vez repartido. Luego falleció, contento de dejarles una herencia más importante que la que hubiera podido conseguir con su trabajo, fue enterrado y se le guardó luto durante unos días.
Pasado ese tiempo, los tres hijos desenterraron el tesoro y lo llevaron a casa con la precaución de no ser vistos. A la vista de las hermosas monedas de oro, acuñadas con la cabeza de un emperador, se les nublaron los ojos y se les aceleró el corazón. Pero no perdieron la compostura: lo escondieron en un hueco del suelo y decidieron que lo repartirían cuando cesaran las visitas de pésame que aún les hacían los vecinos.
Así que se fueron a dormir tranquilos y cada uno soñó con las cosas en las iba a emplear su parte de la herencia. Fue una noche dichosa, pero el amanecer acabó con todos aquellos sueños: cuando se levantaron para ir a trabajar, los dos hermanos mayores descubrieron que las tablas del suelo habían sido removidas y el tesoro robado y el hermano más joven había desaparecido.
El narrador se interrumpió y apuró su bebida, como si hablar tanto le hubiera dado más sed. El posadero fue a servirle de nuevo, pero él rehusó con un gesto y se puso en pie. El resto de huéspedes le miró con asombro al ver que daba las buenas noches y hacía intención de dirigirse a su habitación.
- Un momento, - le reclamó el dueño de la hostería, - ¿esa es toda la historia? ¿Donde está la moraleja?
El otro le miró, realmente perplejo.
- ¿Moraleja? ¿Es que tiene que tener una moraleja? - preguntó a su vez, y al no obtener respuesta continuó su camino.
Al día siguiente, los huéspedes se reunieron de nuevo en el comedor de la posada para tomar el desayuno y seguir su camino, y descubrieron que el joven que había contado la extraña historia no se encontraba entre ellos. Con curiosidad, preguntaron al posadero qué había sido de él y el hombre no pudo evitar sonreír.
- Pues verán, al final la historia sí tenía una moraleja. Se ha marchado esta mañana, muy temprano, casi furtivamente. Y ha pagado con una moneda de oro.