domingo, 6 de diciembre de 2009

Domingo en la niebla


Efectivamente, tenía que ser hoy: un domingo cualquiera, pero menos; porque mañana es fiesta y, aparte de por las devociones, tiene vocación de sábado. Un domingo sin sol, envuelto en las brumas de una niebla que es producto del sol de ayer y la humedad de la noche.
Y aquí estaba yo, disfrazada de Cenicienta, pero en la Cenicienta que era antes de calzar el zapato de cristal: afanada frente a la chimenea, limpiando los restos del día anterior, con un delantal rojo y un pañuelo cubriendo mis cabellos. Como suele ocurrir en la vida real, ni yo cantaba mientras trabajaba, ni ninguno de mis gatos me estaba echando ni siquiera una garra. Esperaban, tumbados en la alfombra, a que el fuego volviera a lucir para sentarse enfrente, en una suerte de adoración que repiten cada día, como un ritual pagano. Y ha sido entonces cuando ha sonado el timbre de la puerta, y, con un repentino presentimiento, he sabido que era él, y que el domingo al que se había referido en nuestro último encuentro era éste.
Mientras voy hacia la puerta de la calle, el jardín, tomado por la niebla, me parece un lugar extraño e indistinto. Los álamos recogen en sus desnudas ramas los jirones blancos, como en una película de terror de bajo presupuesto, y el agua de la piscina parece blanquecina, manchada, turbia, con el reflejo de esta luz lechosa que se filtra entre las nubes bajas. La manija de la puerta está perlada por gotas de humedad que me mojan la mano y hacen que se me resbale, con lo que la tarea de abrir se convierte en un juego de paciencia entre la puerta y yo. Por fin nos encontramos, cara a cara, él envuelto en un abrigo demasiado pesado para este clima; yo, a cuerpo, con el delantal aún puesto y la cabeza cubierta. Repentinamente, antes de que ninguno pueda decir nada, él levanta la mano y sus dedos me acarician la mejilla. Al retirarlos, me muestra el índice y el medio manchados de ceniza, mientras se ríe, con una risa franca y dulce que me hace sonreír.
En el salón, ahora vacío, porque los gatos han intuido la presencia de un extraño y han desaparecido en dirección a alguna cama, el fuego recién encendido crepita alegremente en la chimenea. A la escasa luz que entra por las ventanas parece un lugar íntimo, una isla de quietud y de calor rodeada de blanca frialdad. Sin embargo, a pesar de esa invitación tácita que parecen ofrecer los sofás, él me pregunta si no me apetece dar una vuelta, mientras haya luz, porque el atardecer parece estar ahí, acechante, a la vuelta de la esquina, y eso que sólo son las cinco de la tarde.
A regañadientes, acepto salir de mi santuario cálido para enfrentar la niebla y quién sabe qué revelaciones, pero antes me cambio para salir y me lavo la cara. Mientras me miro en el espejo siento ganas de sacar la lengua a mi imagen. Otra vez dejándome llevar... ¿adonde irá este camino, en el que convergen senderos y cursos?
Caminamos. La humedad se me posa en el pelo, en la cara, en las manos, que se van quedando frías, mientras comentamos sucesos triviales; la niebla convierte la calle en un pasadizo que nos dirige directamente hacia el campo. Las casas, a un lado y otro, parecen trazadas con carboncillo en un lienzo vivo, y los sonidos parecen ahogarse, difuminarse...
Al fin, casi cuando estoy pensando en pedirle que demos la vuelta, porque cada vez hay menos luz, una arboleda de encinas nos ofrece un refugio inesperado. En mitad del círculo de árboles hay una gran piedra plana, y, sobre nuestras cabezas, las ramas cubiertas de hojas perennes forman un techo que nos aísla, por un momento, del frío y humedo ambiente.
Inconscientemente, me froto las manos y él vuelve a reirse como al principio y las toma entre las suyas, que están calientes y secas, y, durante un instante largo como un siglo, permanecemos así, quietos, sin mirarnos, casi sin respirar. Yo sé que va a besarme, lo percibo, y cuando sus labios tocan los míos, también helados, siento como un choque eléctrico. Qué fácil es abandonarse a esa dulzura, qué fácil es entreabrir la boca, permitir que el beso se convierta en algo profundo, dejarse llevar hasta quedar estrechada entre sus brazos, apoyada en su pecho, oyendo los latidos extraños de su corazón...
Qué fácil es dejarse amar...


3 comentarios:

Mª Ángeles dijo...

Me encanta esa poesía que le pones a tus quehaceres domésticos. La verdad es que es cierto el refrán "al mal tiempo, buena cara". Si te fias del tiempo no haces sino deprimirte y, la verdad, con la situación que nos rodea ya tenemos bastante.
Yo en la medida de lo posible también procuro enfrentar cada día malo con una sonrisa. Es increíble como pueden cambiar las cosas con optimismo.
Saludos y feliz puente.

airun dijo...

Salir a dar un paseo en pleno invierno a buena hora es una delicia, con sol o sin él, porque solo mezclarte con los olores de humedad y chimeneas es un deleite para los sentidos, aun más si encuentras un escondite secreto para dejarte amar.

Me ha encantado tu escrito. Besos.

Bettina dijo...

Mmmmmmm.....wooooow ! shhhht..seguiré atenta.....preciosooo...!