La tediosa espera en la antesala de una consulta me llevó a agarrar lo primero legible que encontré a mano, y era una revista de Historia cuyo nombre no mencionaré, pero que en su número de agosto había publicado una semblanza del actor más cool que se haya asomado o se asomará a una pantalla de cine. Exacto, Steve McQueen.
Fotos estupendas, claro. Y cotilleos jugosos sobre su vida amorosa. Y en negritas, y con un tamaño de fuente mayor que el resto, una frase estúpida en la que el autor del artículo dejaba entrever su inquina por el personaje, la envidia del que no puede entender lo que debía ser "ser Steve McQueen", un hombre lleno de virtudes y de vicios, que llenaba lo mismo un escenario que una habitación al entrar. Un actor. Un dios.
En uno de los últimos párrafos se llegaba al doloroso tema de su muerte. Una enfermedad pulmonar, un cáncer, nos privó de su presencia en las pantallas y en el mundo. Tenía 50 años.
No sé con qué ánimo leerían otras personas este artículo. Yo sólo sentí una profunda tristeza y una profunda cercanía. De repente, se me ocurrió que ya he sobrevivido a mi padre, y que, si tengo suerte, si sigo viva, dentro de pocos años sobreviviré a Steve McQueen.
Es por eso por lo que vivo mi vida como la vivo.