Hemos decidido irnos a la playa en esta tarde de sábado tan aburrida, y lo hemos hecho bordeando la costa: la Expo, el puerto, la plaza del Comercio, las Docas, van pasando como imágenes de una linterna mágica; llegamos a los Jerónimos, el monumento a los Descubridores, (siempre me cabrea que hayan incluido a Magallanes porque, a ver, ¿no fue España la que le pagó el viaje?), la Torre de Belém, y así hacia el oeste, siguiendo una carretera que conecta Lisboa con Estoril y Cascais, paralela al océano, en la que, de trecho en trecho, encontramos faros y fuertes, que quedan pendientes de visitar, otra vez será.
En Cascais descubrimos muchas villitas en venta, abandonadas a los elementos, y fantaseamos con la idea de comprar una y dedicar un verano a la restauración. Sería bonito devolver el blanco a esas paredes que han perdido la cal, y el verde a las contraventanas, y reparar las vidrieras con motivos marinos de ésa que asoma sobre el Atlántico. Sería bonito volver todos los años a pasar las vacaciones a un lugar como éste, comer bacalao y bajar cada mañana a la playa.
Por fin llegamos a Guincho, pasado el Cabo Raso, (parece un chiste militar, ¿verdad?), donde la costa es pedregosa, llena de rompientes, hasta la calita arenosa donde desembarcamos con todo nuestro operativo: una niña de dos años y medio y su equipaje; toallas que desentonan, con las Islas Canarias estampadas en el rizo, unas toallas extranjeras en tierra extraña que nos hacen recordar que estamos en el país de la felpa por excelencia, (aunque todos saben que las toallas portuguesas no secan: vox populi, vox Dei, que se dice), crema protectora y jerseys, porque luego refrescará, seguro. Y refresca, claro que sí.
El agua del océano me espera, me tienta, yo sé que no es el mismo mar que amo, al otro lado del Estrecho, mi dulce Mediterráneo de corrientes cálidas y noches estrelladas, pero el Atlántico me recibe con un abrazo, un abrazo frío de amante muerto, el abrazo de un vampiro al que me entrego con escalofríos. Mi piel blanca se vuelve de mármol y mis labios se colorean de azul, como si hubiera estado comiendo arándanos, pero no quiero abandonar esta cuna de agua que me sacude, me lleva, me llena de arena el bikini y el cabello, y que, por fin, (está subiendo la marea), me lanza fuera de sí y me deja, sin aliento, en la orilla.
Me envuelvo en la calidez de las Islas Afortunadas, me peino para secarme el pelo, y me permito un momento sólo para mí, sentada en las rocas, mientras me salpican las olas y el sol abandona el cielo: escucho ‘On the beach ‘ en el ipod. Me gustaría quedarme aquí un rato más, ahora que la luna ilumina el océano, cambiando el blanco de la espuma en plata.
En Cascais descubrimos muchas villitas en venta, abandonadas a los elementos, y fantaseamos con la idea de comprar una y dedicar un verano a la restauración. Sería bonito devolver el blanco a esas paredes que han perdido la cal, y el verde a las contraventanas, y reparar las vidrieras con motivos marinos de ésa que asoma sobre el Atlántico. Sería bonito volver todos los años a pasar las vacaciones a un lugar como éste, comer bacalao y bajar cada mañana a la playa.
Por fin llegamos a Guincho, pasado el Cabo Raso, (parece un chiste militar, ¿verdad?), donde la costa es pedregosa, llena de rompientes, hasta la calita arenosa donde desembarcamos con todo nuestro operativo: una niña de dos años y medio y su equipaje; toallas que desentonan, con las Islas Canarias estampadas en el rizo, unas toallas extranjeras en tierra extraña que nos hacen recordar que estamos en el país de la felpa por excelencia, (aunque todos saben que las toallas portuguesas no secan: vox populi, vox Dei, que se dice), crema protectora y jerseys, porque luego refrescará, seguro. Y refresca, claro que sí.
El agua del océano me espera, me tienta, yo sé que no es el mismo mar que amo, al otro lado del Estrecho, mi dulce Mediterráneo de corrientes cálidas y noches estrelladas, pero el Atlántico me recibe con un abrazo, un abrazo frío de amante muerto, el abrazo de un vampiro al que me entrego con escalofríos. Mi piel blanca se vuelve de mármol y mis labios se colorean de azul, como si hubiera estado comiendo arándanos, pero no quiero abandonar esta cuna de agua que me sacude, me lleva, me llena de arena el bikini y el cabello, y que, por fin, (está subiendo la marea), me lanza fuera de sí y me deja, sin aliento, en la orilla.
Me envuelvo en la calidez de las Islas Afortunadas, me peino para secarme el pelo, y me permito un momento sólo para mí, sentada en las rocas, mientras me salpican las olas y el sol abandona el cielo: escucho ‘On the beach ‘ en el ipod. Me gustaría quedarme aquí un rato más, ahora que la luna ilumina el océano, cambiando el blanco de la espuma en plata.
3 comentarios:
Que cosas tiene la vida. Si trazas una diagonal de Cascais hacia el noreste, casi en la frontera con Francia, encontrarás Cap Ras, mis playas preferidas. Traducción al catalán de Cabo Raso y de paisajes parecidos aunque algo más agrestes.
Disfruta mucho de tus vacaciones.
Besos.
Mientras te leo....escucho romper las olas y una paz me embarga...
gracias....
Pues qué disfrute. Fijate a mi el Atlántico me gusta mucho.
Un beso
Luisa
Publicar un comentario