Aún no os he hablado de Edimburgo, de la preciosa, triste, oscura, iluminada y alegre Edimburgo, la ciudad que conocí en Abril de este año. Permitidme que os lo cuente en retazos, en postales que os den una idea de lo que vi, de lo que respiré y sentí durante los cuatro días que duró mi visita...
El petirrojo que preside el centro de la foto, casi como posando para sacar su mejor perfil, voló hasta mí mientras paseaba por uno de los muchos cementerios que salpican la ciudad. En éste las lápidas antiguas estaban ladeadas y torcidas, como si una tormenta, la tormenta del tiempo, supongo, las hubiera movido en todas direcciones. Había altas cruces celtas, pequeñas lajas de piedra volcánica en las que apenas podía leerse el nombre de la persona que yacía debajo; historiadas lápidas de familia, con una larga lista grabada, casi cubiertas por el moho y el verdín producto de la humedad, esa omnipresente humedad que hacía que mi pelo se rizara como cuando me acerco demasiado al mar... Todas aquellas últimas muestras de amor hacia los seres queridos que nos han dejado, la constancia de que hay quien recuerda y de que, tarde o temprano, todos tenemos que seguir ese camino, jalonado con hitos de los que nos precedieron...
Yo estaba fotografiando algunas de esas esquelas de piedra, aquí y allá, buscando sobre todo símbolos masónicos, que ya había descubierto en otros lugares, cuando el pajarillo voló directamente hacia mí y se posó sobre la lápida más cercana a donde yo me encontraba. Parecía un alma perdida, un borrón de color sobre el gris del cielo y de la tierra. Chirrió, con ese canto absurdo y entrecortado de los petirrojos, y se movió a saltitos hasta quedar inmóvil, como esperando que levantara el objetivo y le disparara. Así lo hice, y así quedó plasmado. Luego levantó el vuelo, revoloteó un poco a mi alrededor y se marchó a lo profundo del jardín.
Por la tarde, en la visita a Mary King's Close, cuando nuestra encantadora guía nos habló del fantasma de la pequeña Annie, recordé al pajarillo entre las tumbas, y me pareció que, si el alma de un niño tenía que tomar alguna forma para seguir atada a la tierra, sería la de un petirrojo con el pecho manchado, un petirrojo solitario en un cementerio olvidado.
El petirrojo que preside el centro de la foto, casi como posando para sacar su mejor perfil, voló hasta mí mientras paseaba por uno de los muchos cementerios que salpican la ciudad. En éste las lápidas antiguas estaban ladeadas y torcidas, como si una tormenta, la tormenta del tiempo, supongo, las hubiera movido en todas direcciones. Había altas cruces celtas, pequeñas lajas de piedra volcánica en las que apenas podía leerse el nombre de la persona que yacía debajo; historiadas lápidas de familia, con una larga lista grabada, casi cubiertas por el moho y el verdín producto de la humedad, esa omnipresente humedad que hacía que mi pelo se rizara como cuando me acerco demasiado al mar... Todas aquellas últimas muestras de amor hacia los seres queridos que nos han dejado, la constancia de que hay quien recuerda y de que, tarde o temprano, todos tenemos que seguir ese camino, jalonado con hitos de los que nos precedieron...
Yo estaba fotografiando algunas de esas esquelas de piedra, aquí y allá, buscando sobre todo símbolos masónicos, que ya había descubierto en otros lugares, cuando el pajarillo voló directamente hacia mí y se posó sobre la lápida más cercana a donde yo me encontraba. Parecía un alma perdida, un borrón de color sobre el gris del cielo y de la tierra. Chirrió, con ese canto absurdo y entrecortado de los petirrojos, y se movió a saltitos hasta quedar inmóvil, como esperando que levantara el objetivo y le disparara. Así lo hice, y así quedó plasmado. Luego levantó el vuelo, revoloteó un poco a mi alrededor y se marchó a lo profundo del jardín.
Por la tarde, en la visita a Mary King's Close, cuando nuestra encantadora guía nos habló del fantasma de la pequeña Annie, recordé al pajarillo entre las tumbas, y me pareció que, si el alma de un niño tenía que tomar alguna forma para seguir atada a la tierra, sería la de un petirrojo con el pecho manchado, un petirrojo solitario en un cementerio olvidado.
5 comentarios:
el vuelo de un pájaro es siempre libertad, imitémosles
Bella foto y bello texto. Me has dejado con un agradable sentimiento, el de la pequeñas cosas que hablan más de nosotros que otra cosa. Esas pequeñas cosas que vemos en un pajarillo en el atardecer de un día cualquiera.
Me gusta el sentido que tienen algunos pueblos de plantar sus cementerios en el centro de la ciudad. Me dajó asombrado uno que conocí en un pequeño y encantador pueblo de New Jersey. Tan cercano a sus vivos.
Espero con ganas la segunda parte.
Un beso Alawen.
Alawen:
Se agradecería, por su innegable interés que cuando apruebes tus oposiciones y estés mas libre, nos regales un reportaje de la huella masónica en Sintra y en Edimburgo.
El relato, me ha gustado, está muy bien escrito, te felicito y la foto del petirrojo, es de concurso; magnífica.
Un abrazo gordo
Después de leer, tan delicioso relato ,el hermoso petirojo ha adquirido toda la importancia y hasta ha posado,para refrendarlo.
Ezquisito,Alawen !
Curiosa imagen... que da color a la Muerte. Y bonito texto.
Como te dije antes (en la postal de Sherlock): recopila, recopila... Si de sólo cuatro días sacas estas joyas, ni oposiciones ni na de na: escritora de libros de viaje. Así que ya sabes...
Un abrazo.
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