Eran las mañanas
del olor a libro viejo,
del Rastro
y la Cuesta de Moyano,
que, en primavera,
se perfumaban de exotismo.
Al mediodía
comíamos cerezas
resguardados del sol levantino
en las tapias del cementerio.
A la puesta de sol,
desde la balaustrada del Duino,
nos asomábamos
para ver las olas y la espuma
que salpica la Dama Blanca.
Un día, no sé cuando,
volveremos a vernos
y hablaremos de poesía
y de la suma belleza.
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