Había una vez una caja cerrada, donde no entraba la luz. Y dentro de aquella caja había un pequeño gato.
Siempre, desde que el pequeño gato podía recordar, había estado dentro de la oscuridad, en aquella caja oscura. Y como él mismo era negro, no sabía nada ni aún de sí mismo, ya que se confundía con la propia oscuridad, ni de lo que le rodeaba.
Eso no era completamente cierto. Si bien no podía ver, sus agudos sentidos, el tacto, el olfato, el oído, le decían que había algo más que aquella caja, dentro de la caja y fuera de la caja. Y tuvo el deseo de saber qué era aquello y, con mucho esfuerzo, de alguna forma logró proyectarse en el exterior. Y quedó cegado por una luz brillante. Así que bizqueó y guiñó durante un rato y por fin pudo ver a su alrededor.
Era un amplio pálido mundo, y había gatos por todas partes.
El pequeño gato negro, o mejor dicho, el reflejo del pequeño gato negro los miró y observó y deseó poder mezclarse con ellos. Pero, bien fuera por haber permanecido dentro de la caja o por otra razón, se encontró con que no sabía como hacerlo. Así que los miró más y observó más y aprendió las convenciones sociales, los saludos y las conversaciones intrascendentes; en resumen, las respuestas adecuadas. Y todos creyeron que era un gato como cualquier otro cuando sólo era el reflejo de uno.
Y el pequeño gato negro ronroneó dentro de su caja.
El pequeño gato negro, o mejor dicho, el reflejo del pequeño gato negro los miró y observó y deseó poder mezclarse con ellos. Pero, bien fuera por haber permanecido dentro de la caja o por otra razón, se encontró con que no sabía como hacerlo. Así que los miró más y observó más y aprendió las convenciones sociales, los saludos y las conversaciones intrascendentes; en resumen, las respuestas adecuadas. Y todos creyeron que era un gato como cualquier otro cuando sólo era el reflejo de uno.
Y el pequeño gato negro ronroneó dentro de su caja.
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