Llueve.
Parece como si no fuera a parar nunca, esta lluvia que llena los tejados de un suave golpeteo, miles de pequeños pies que corren y se persiguen.
Los coches, al pasar, hacen ese ruido nocturno inconfundible sobre el asfalto mojado, rompiendo en mil pedazos los colores de neón del anuncio del bar, y los charcos de tiñen de amarillo, rosa y azul...
En mi mano helada sostengo un vaso alto, todavía a medias de vodka y de naranja, en el que el hielo se derrite como las esperanzas perdidas. Sé que me estás mirando, pero me obstino en contemplar cualquier cosa que no sean tus ojos: el vaso en mi mano, el borde de mi abrigo, las gotas que se deslizan por el cristal empañado del escaparate. Porque si te miro, si ahora mismo levanto la cabeza y te miro, todos mis propósitos se diluirán en tu mirada, como el hielo se diluye ahora mismo en el vaso, y no sabré donde poner los ojos que no sea en los tuyos. Y no sabré donde poner los labios que no sea en tu sonrisa.
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