Yo no sé si os ha ocurrido alguna vez, que habéis sentido la presencia de vuestro ángel de la guarda más cercana que nunca... No me refiero a eso que se dice cuando alguien se salva de forma milagrosa de un accidente o enfermedad, sino a esos momentos de pura y completa soledad en los que el corazón se sobrecoge, encerrado en sí mismo, intentando escapar del dolor y del miedo, y entonces, casi imperceptible, el roce de un ala te acaricia la mejilla, y las lágrimas se detienen y es como si se hubiera encendido una pequeña llama de esperanza en medio del pecho.
Pero no es eso lo que os quiero contar. Mis sueños son como pasadizos a otros mundos, a otros lugares que no conozco, o que si conozco no tengo memoria de ellos. Mis sueños suelen comenzar, como ya he contado, cuando camino por una calle conocida y doblo una esquina hacia lo desconocido... Yo caminaba por mi calle, cuesta abajo, hacia un lugar donde hay un pequeño grupo de almendros amargos, que en primavera se cuajan de flores. Las casas conocidas, a un lado y a otro, se fueron distanciando, y poco a poco me adentré en un paisaje campestre que bien podía haber sido pintado por un prerrafaelita. De pronto, tuve consciencia de que no estaba sola, sino que iba conversando tranquilamente con alguien, que me llevaba de la mano. No puedo recordar su rostro, una vez más, y eso me consume en las horas de vigilia, cuando, como casi todas las noches, permanezco insomne en mi cama, contemplando como pasan las horas muertas mientras el resto del mundo duerme.
Mi compañero, del que guardo, como digo, un recuerdo vago, sonreía, sonreía siempre, mientras yo intentaba saludar a la gente con la que nos cruzábamos: unas veces eran conocidos y otros eran completos extraños, a los que yo, por alguna razón que tenía esa lógica ilógica de los sueños, intentaba hacer señas. Pero nadie me respondía, y, por fin, mi sonriente acompañante dijo, como quien comenta que va a llover, que nadie iba a responder a mi saludo porque no podían vernos. Porque yo estaba muerta, y era mi espíritu el que caminaba por el sendero desconocido. Y él era mi ángel, que me guiaba en mi camino.
Si tuve miedo o tristeza, no lo recuerdo. El único sentimiento que cabía en mi alma era la alegría, un gozo que parecía volver todo más brillante, como la luz última del sol bajo los árboles. Y mientras seguía sin temor a mi compañero, sentía su mano cálida en la mía...
Pero no es eso lo que os quiero contar. Mis sueños son como pasadizos a otros mundos, a otros lugares que no conozco, o que si conozco no tengo memoria de ellos. Mis sueños suelen comenzar, como ya he contado, cuando camino por una calle conocida y doblo una esquina hacia lo desconocido... Yo caminaba por mi calle, cuesta abajo, hacia un lugar donde hay un pequeño grupo de almendros amargos, que en primavera se cuajan de flores. Las casas conocidas, a un lado y a otro, se fueron distanciando, y poco a poco me adentré en un paisaje campestre que bien podía haber sido pintado por un prerrafaelita. De pronto, tuve consciencia de que no estaba sola, sino que iba conversando tranquilamente con alguien, que me llevaba de la mano. No puedo recordar su rostro, una vez más, y eso me consume en las horas de vigilia, cuando, como casi todas las noches, permanezco insomne en mi cama, contemplando como pasan las horas muertas mientras el resto del mundo duerme.
Mi compañero, del que guardo, como digo, un recuerdo vago, sonreía, sonreía siempre, mientras yo intentaba saludar a la gente con la que nos cruzábamos: unas veces eran conocidos y otros eran completos extraños, a los que yo, por alguna razón que tenía esa lógica ilógica de los sueños, intentaba hacer señas. Pero nadie me respondía, y, por fin, mi sonriente acompañante dijo, como quien comenta que va a llover, que nadie iba a responder a mi saludo porque no podían vernos. Porque yo estaba muerta, y era mi espíritu el que caminaba por el sendero desconocido. Y él era mi ángel, que me guiaba en mi camino.
Si tuve miedo o tristeza, no lo recuerdo. El único sentimiento que cabía en mi alma era la alegría, un gozo que parecía volver todo más brillante, como la luz última del sol bajo los árboles. Y mientras seguía sin temor a mi compañero, sentía su mano cálida en la mía...
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